jueves, 7 de julio de 2011

LA ARGENTINIDAD AL PALO

Devuélvannos a Messi. Si esto sigue así, el bueno de Guardiola va a tener que hacer un esfuerzo extra para recuperarlo física y mentalmente de cara a la temporada 2011-2012. Si esto sigue así, además, el rosarino debería empezar a pensar seriamente que cuando tenía 16 años y rechazó nacionalizarse y jugar por España, fue el peor error de su vida. Hoy, la argentinidad al palo funciona como nunca contra Lionel Messi. Yo, obviamente, lo defiendo. Aunque hoy tenga todo en su contra, incluso haber jugado ayer frente a Colombia el peor partido que un servidor -quien lo ha visto prácticamente jugar desde que debutó con el Barca- le había visto disputar: errático, molesto, torpe, fastidioso, deambulando por la cancha como un autista sin sentido del tiempo, de la oportunidad, del espacio. Messi jugó muy mal. Toda su impotencia se vio reflejada promediando el segundo tiempo luego de fallar un tiro libre que se le elevó unos 30 metros del arco… Su mirada perdida, su cara tapada por la camiseta, su frustración estampada en un rostro flotando en otra galaxia, enojado consigo mismo.
No pretendo convencer a quienes no disfrutan con el juego de La Pulga de que es el mejor jugador del mundo actualmente. Al fin y al cabo, es cuestión de gustos: cualquiera puede escoger la velocidad y eficacia precisa de un Ronaldo en su plenitud o la entrega y agresividad de un Rooney. Pero ninguno contempla los matices y variantes de un Messi en su cúspide. Tampoco tiene mucho asidero, salvo vender algunos diarios más, intentar comparar al rosarino con Maradona. Siendo un ferviente defensor de La Pulga, nunca he visto a un jugador tan determinante como el Diego en su mejores momentos, incluso en ese infame y vergonzoso final de su carrera con la albiceleste, en el Mundial de 1994.
Aclarados estos puntos debatibles, considerar que Messi es el culpable de todos los males de la Selección Argentina es, insisto, una demostración práctica y simplista de que la filosofía de la argentinidad al palo funciona a la perfección en momentos de crisis: el tipo es un pecho frío, no sabe ni la letra del himno argentino, no siente los colores patrios, juega bien en el Barcelona porque lo rodean superstrellas y lo cuidan y lo miman y no le pegan como le pegarían en la cancha de Chacarita o de Godoy Cruz… Para colmo, no nació en una villa miseria, su familia es normal, no jugó ni en Boca ni en River, no tiene carisma, no opina de política, no se acuesta con modelos voluptuosas y fanfarronea con eso, no le gusta el rock and roll y la cumbia villera no le dedica canciones… Si hay alguien que no se parece al prototipo idealizado de jugador argentino en la mente del hincha de su pais, ese es Messi. El no posee nada de lo que debe rodear al mito del jugador argentino tipo. Sólo la habilidad que brinda el potrero. Eso sí, Messi es un innegable hijo o nieto de la Argentina esquizofrénica de los años 90: un inmigrante económico sudaca que, a diferencia de tantos otros compatriotas suyos, expulsado por la falta de oportunidades que su tierra le ofrecía, por suerte y talento, y no sin una importante cuota de sacrificio personal y familiar, aprovechó la oportunidad que le dieron en otro sitio. Ese ha sido su gran pecado: buscarse la vida en otro lado y que le fuera bien. Y no “devolverle” a su tierra lo que su tierra nunca le dio. ¿Le debe algo Messi a Argentina? No encuentro qué le puede deber. Suena a hipocresía patriótica cobrarle por un pago que nunca le dieron. Tan solo su rabia, su orgullo, su empecinamiento por ser profeta en su tierra, podría motivarlo. Precisamente, esa personalidad que se le atribuye no tener en el campo de juego lo debe empujar hacia el suicido deportivo defendiendo a su país natal. No encuentro nada más. El resto es pura demagogia. Además, en un juego en donde uno sobrevive tanto gracias al trabajo colectivo como a salvatajes individuales tan maravillosos como históricos y esporádicos (Maradona a la cabeza), el fracaso individual de un Messi perdido en un –además- mediocre entorno colectivo es emblemático. Siempre será más fácil disparar contra el mejor. Algo similar le ocurrió a Francescoli en Uruguay en los 80 y 90. Hay una enorme similitud entre un caso y otro, salvando la distancia futbolística, entornos y gustos personales: Enzo, a quien lo llegaron a tildar de “Príncipe Triste” por sus fracasos con la celeste, tuvo que esperar hasta la Copa América del año 1995, ganada por penales contra Brasil en Montevideo, para recibir un tibio respaldo de sus compatriotas. Francescoli, considerado un jugador inteligente y talentoso, un personaje discreto y ubicado, una estrella que en Argentina se medía de igual a igual con Maradona y se le comparaba con Platini o Cruyff (otros “fracasados” en sus selecciones), era “ninguneado” en su país. No era la imagen que el hincha quería tener del jugador uruguayo. Tenía pecados similares a los de Messi: bajo perfil, familia de clase media, nunca había jugado en un grande y varios fracasos estrepitosos con la Celeste, con grandes agujeros como las eliminatorias del mundial 94 y 98, o el propio Mundial 86 y ese 6 a 1 contra Dinamarca… pecho frío, vende patria y un sinfín de epítetos podrían redondear la uruguayez al palo contra el Enzo. Al fin de cuentas los hinchas pagamos para eso: para gozar e insultar y criticar sin mayor criterio que nuestra pasión. Pero los medios , supuestamente profesionales, deberían dar una vuelta más larga en sus razonamientos: Enzo rodeado de una organización desastrosa, de jugadores sin jerarquía, de técnicos sin esquema de juego. Un ambiente familiar para el Messi de hoy. Ese jugador hoy hundido tras su peor partido en años y totalmente fuera de foco. ¿Quién lo rodea? Una selección con más de una generación de hombres que no logra levantar cabeza, al menos, desde el Mundial del 2006, y con arrastres de crisis del pésimos mundiales en 1998 y 2002, sin una Copa América desde 1993. La autocrítica del fútbol argentino debería ir más allá de un par de técnicos incapaces y del oscuro rendimiento actual de Messi: la dictadura populista de Grondona en la dirección del fútbol argentino desde finales de los años 70, ha llevado a su selección a viajar en un péndulo sin sentido: de la rigidez militar de Pasarella a la obsesión estructural de Bielsa, del padre formativo y comprensivo de Perkerman al viejo del barrio de Basile, de la demagogia de Maradona a la aparente modernidad y docilidad de Batista… Bruscos cambios de rumbo. Autocrítca: cero. Pero la culpa la tiene Messi y sus dos últimos partidos horrorosos.
Pareciera que el problema es más profundo. Hay un tumor maligno enquistado en el cuerpo de esta Selección Argentina que transita por una Copa América de a ratos tediosa y mediocre; de a ratos entretenida al menos gracias a estas tragedias inesperadas. Pero como el fútbol es caprichoso y por suerte funciona como un estado de ánimo cambiante, no nos extrañemos que Lionel reaparezca mañana en todo su esplendor y la argentinidad al palo ofrezca su mejor cara y se transforme en un grito único alabador hacia el 10, si el 24 de Julio levantan la Copa. Hay pocos pueblos como el argentino -y no sólo futbolísticamente hablando- que necesiten tanto y tan imperiosamente escudarse (y excusarse) en sus héroes y villanos de turno. Si no pregúntense por el legado de Perón, Kirschner, Maradona… Culpables y responsables de todo lo bueno y lo malo, según muchos, ya sea en política o fútbol. Alguien los sostiene y los eleva y los destruye con la misma facilidad y rapidez. Es ese espíritu, a veces silencioso, a veces bajo el ritmo de un bombo en una plaza, indescifrable, encantador y aterrador de “lo argentino”, que hoy tiene consumido de los nervios, paralizado en sus habilidades y al borde del colapso, al mejor jugador del mundo, Lionel Messi.-

miércoles, 15 de junio de 2011

Previa a Peñarol-Santos, LA FINAL DE LAS CENIZAS

En la vida futbolera hay situaciones que por escasas son excepcionales y únicas, como una final de Copa Libertadores. Más aún en equipos como Peñarol, que si bien disputará su décima final demostrando su clase y presencia histórica referencial en este tipo de torneos, últimamente este hecho había adquirido una frecuencia, digamos, por demás espaciada: casi 25 años que no se alcanzaba una instancia de esta envergadura.
Era (es), por ende, una oportunidad preciosa para vivirla en vivo y en directo, en Montevideo y en el Estadio Centenario. Con anticipación y con la ayuda de mis amigos, conseguí las entradas, el hotel y, finalmente, los tickets de avión. El plan era perfecto: viajábamos con mi hijo de once años para rememorar, 29 años después, aquella noche en que mi padre y abuelo me llevaron a ver al Peñarol de Morena frente a Cobreloa desde la tribuna Amsterdam. Sin embargo, el destino, que rebota como una pelota caprichosa y no entra al arco, te hace autogoles, o te cobra un off side que nadie vio, nos jugó en contra. Porque aunque soplamos con todas nuestras mortales fuerzas, las cenizas del volcán Puyehue atacaron desde Chile y obstaculizaron el espacio aéreo argentino (¿la venganza de la Católica o de Velez ,tal vez?), contaminando el humilde y reducido espacio aéreo uruguayo por lo cual, con maletas ya embarcadas, habiendo cruzado incluso policía internacional, nos avisan que los partidos se celebran cuando pita el árbitro, no antes, y eso aún no había ocurrido. Vale decir: a minutos del despegue, la orden era que no nos permitían levantar vuelo hacia nuestra final soñada.
Como quien sale corriendo hacia el centro de la cancha cuando quedan algunos minutos de juego o mira hacia la tribuna para echarle la culpa a la FIFA, revisamos alternativas para nuestro escape hacia Montevideo: a Mendoza en avión y dese allá por tierra; desde Santiago por tierra como sea; cambiarnos de aerolíneas y subirnos con algunos pilotos kamikazes que no temen a volar con los motores semi-apagados colapsados por las cenizas; intentarlo con los últimos vuelos del día siguiente… Abatidos, revisamos cada media hora los pronósticos del tiempo que seguían siendo nefastos. Y en la noche, para colmo de signos adversos, una incipiente rubeola comienza a aflorar en el rostro de mi niño. No era nuestro viaje. Eso sí, como no podía ser de otra manera, ya con el parte médico de mi hijo indicando al menos algo de reposo y desaconsejando cualquier viaje, nos enteramos que los vuelos ahora sí se abrían !!! y que podíamos intentarlo por última vez. Era como un tiro libre frontal a 2 metros del área cuando las piernas ya no te responden. El cerebro y el corazón quieren, pero tu cuerpo no. Nosotros, como equipo, estábamos agotados. Demasiado desgaste nos pasó la cuenta. Pero no íbamos a bajar los brazos y queríamos salir de la cancha con la cabeza en alto. Entonces fue cuando pensamos que, por algún motivo desconocido, los dioses futboleros nos enviaban señales de que no teníamos que viajar. Que nuestros tickets esperarán y nuestras entradas serán revendidas. El Centenario, el viaje padre-hijo, será para otra vez.
Lo intentamos casi todo. De la rabia y la frustración por el viaje cancelado, a la impotencia por la enfermedad inoportuna que nos desechó toda posibilidad de un último intento romántico y desesperado de viaje sobre la hora del partido, dimos paso a la resignación rabiosa y a la espera, no sin un resabio de tristeza. Hasta hubiéramos deseado que los vuelos no se abrieran.

Ahora, a pocas horas del partido, sólo nos queda el consuelo de la cábala y de que gane nuestro equipo. Y en ese consuelo pensamos: probablemente Peñarol nos necesite como las últimas veces: colgados a internet y viéndolo desde Santiago. Y con un buen resultado aurinegro esta noche, nuestra tristeza de no haber podido estar saltando entre miles de hinchas energúmenos como nosotros, solo será una diminuta anécdota camino al olvido.

domingo, 24 de abril de 2011

Avalancha de clásicos... LA CONQUISTA DE LO INUTIL

En la última edición de la revista GQ bajo el estupendo título que remite a Herzog y su diario de filmación de Fitzcarraldo, “La conquista de lo inútil”, un declarado madridista, Ambrosius, escribió que intuía en la mirada de Guardiola “el peso insoportable del éxito, la tortura de la insatisfacción permanente. Me recuerda a lo que una vez me dijo Enric González: “El fútbol es por definición un deporte de anticlímax. Jugar tan bien como el Barça crea ciertas neurosis. Es como si los aficionados pensaran: tendría que estar más contento pero no lo estoy. Pesa más la expectativa que el éxito”. Esa es la clave, la neurosis. Pep me transmite la imagen de un neurótico sacudido por terremotos internos que se esfuerza en aparentar moderación, mientras que Mou me transmite la imagen de un vulgar fanfarrón que aparenta neurosis.”


Definitivamente, yo también soy un neurótico futbolístico. Y máxime a tres días de un nuevo clásico. Vuelvo al delirio sobre las derrotas y reviso mi biografía pelotera y me doy cuenta que me crié en tantas derrotas (o más) que victorias. Y con el Barcelona, ni que hablar… Todavía me duelen cada uno de los goles del Milán en la final de la Champions del 93 en Atenas. Y fueron 4. No paraban de caer. El gol de Ronaldo la semana pasada, en ese minuto 102 fatal, se suma a esa lista de pesadillas recurrentes que tendré en mis peores noches de insomnio futbolero. Sumándose en tren expreso a la galería de horrores como cuando el Porto (otros portugueses!!!) le ganaron al Peñarol del Maestro Tabarez la Intercontinental con aquella pelota frenada en la nieve de Tokio (todavía trato de empujarla hacia la red con toda la fuerza mental que, evidentemente, no poseo y no logro avanzar ni un milímetro) o el baile del 6 a 1 de Dinamarca a Uruguay en el Mundial del 86; difícil encontrar mayor humillación futbolística y televisada en vivo y en directo para el mundo entero. Y así podría sumar otras tantas derrotas ilustres que, sinceramente, prefiero no recordar.

La victoria te libera y te da rienda suelta para la farra. La derrota, no. La derrota, además de doler, te obliga a los análisis. A trabajar. A pensar. A discutir qué hiciste mal. A cuestionarte hasta si Messi es zurdo, argentino y por qué le dicen La Pulga… A tratar de resolver por qué fallaron las cábalas: ¿me olvidé de pisar primero con el pie izquierdo al levantarme de la cama? ¿Shakira en la platea es mufa? ¿No me puse la camiseta de la final de Copa del ’83?. O tratar de saber si el Madrid acaba de cerrar el ciclo exitoso de este Barca, si Mourinho es más inteligente que Guardiola, si ganaremos las semifinales de Champions o nos hundiremos desde ahora en la normalidad de ser un equipo que solo gana, pierde, empata (como todos!) y no se luce eternamente como pensábamos. Ahora todo es posible: no sabemos medirnos y como buenos hinchas ciclotímicos y alterados, nos olvidaremos de aquella parte del discurso que tan bien nos calzaba en la victoria y que hacía referencia a que teníamos un estilo, un lineamiento, una visión de juego y que ello, también, conlleva este desafío: saber perder tanto como saber ganar.

Blah blah blah… para power points orientados a Directores de Recursos Humanos que buscan motivar a sus empleados y ganarse el mote de empresas socialmente responsables en lugar de mejorarles los sueldos y sus condiciones laborales. Ahora todo puede pasar gracias a la derrota. Incluso perder la razón. Sin embargo, las derrotas o las victorias que puedan sucederse en las próximas dos semanas garantizan algo de forma tajante: la continuidad maravillosa de la rivalidad entre ambos equipos. Pase lo que pase, las revanchas de la próxima temporada 2011/2012, ya están servidas. Y el impacto de estos duelos se amplificará sea cual sea el resultado final de las próximas semanas. Otro consuelo. Hinchas estresados y sufrientes, muchos de ellos felices. Televisión paga y asupiciantes: eufóricos.

jueves, 21 de abril de 2011

Avalancha de clásicos LA INSOPORTABLE LEVEDAD DE LA DERROTA FELIZ

¿Qué es lo peor de la derrota? 1) Perder frente a tu máximo adversario, en una final y que te levante la copa en la cara. 2) Volver a perder la semana que viene y la subsiguiente. 3) Darte cuenta que la derrota existe, cuando te habías acostumbrado -equivocadamente- a ganar y hacerlo holgada y gozosamente. 4) Soportar el día después, la semana después, el mes después… El hincha, el verdadero hincha cruel, idiota, ciego, como yo, no encuentra consuelo en la derrota. Es una falacia total aquello de que hay derrota útil, feliz, dulce. Patrañas. Meras justificaciones intelectuales. Simples argumentos en donde se esconden todo tipo de profesionales más o menos dignos: dirigentes, futbolistas, entrenadores, periodistas. El respetado, aunque no santo de mi devoción, Marcelo Bielsa, decía algo así como que lo normal es el fracaso y la excepción es el éxito y blah blah blah… Un discurso muy bonito y emotivo si quieres escribir un libro de autoayuda sobre las posibles enseñanzas que dejan en la vida las derrotas y no tan recomendable cuando eres un hincha emocionalmente destartalado tras una goleada. OK, probablemente tenga razón. Pero esto no es la vida, Marcelo. Apenas es como si fuera la vida. Es fútbol. Un juego. Un estado de ánimo cambiante. Nuestro juego preferido donde compite nuestro único amor inquebrantable de toda nuestra vida. Nuestro (prácticamente) único amor eternamente fiel. Y el hincha no quiere razones. Ni libros de autoayuda. El hincha quiera ganar. Al menos no perder. Y menos contra tu máximo rival y en una final.

La derrota, está claro, es tan imborrable como el triunfo pero te enceguece aún más. Cuando ganamos las 6 copas con el Barca solo me quedaba pensar casi como el filósofo Cioran: todo se pierde al nacer. Es decir: qué más podemos esperar, si no volver a perder. Darse cuenta que más lejos no se podía llegar, eso sí que era terrible. Un angustia atroz. Incomprendida por los seres normales, no por los hinchas. Ahora perdimos. Nos bajaron a tierra. No sé si por un semana o por un lustro. Pero al menos, peor no podemos estar. Solo queda repetir la derrota o redimirse en la gloria por venir. Y vuelve a rodar la pelotita.

Hoy por ti, mañana por mí. Enemigos íntimos de la mano. Explosión dialéctica hecha pelota. Cara y cruz. Circo y entretenimiento para rato. Mientas tanto, la dulce y honrosa derrota no existe en la mente de un auténtico hincha. Y nunca debe existir. Para un fatalista como yo, lo único bueno de perder es que sabes que nada peor puede sucederte la próxima vez. Salvo volver a caer derrotado… (y que el Madrid levante la Copa en tu cara).

miércoles, 13 de abril de 2011

Avalancha de clásicos... LA VENGANZA DE LAS PULGAS

¿Por qué el mejor jugador de fútbol del mundo le dicen La Pulga? ¿Dónde radica la justicia o desgracia de los apodos en el fútbol?¿Por qué los animales se llevan los elogios y las más descarnadas críticas al ser evocados en nombre de las virtudes y defectos humanos en el balompié?¿Algún ser superior solicita alguna improbable autorización moral a los aludidos e indefensos animales?
¿Y qué ocurre con el incordioso animal, la pulga? Ese ineludible apodo que carga a sus espaldas Lionel Messi, bah, La Pulga Messi, amparado en ese animal pequeñito, ágil, molesto. ¿Debe ser considerado como una virtud ser tratado como una Pulga? ¿Llamarán Pulga a su papá los futuros hijos de Messi? ¿Dirán mi papá es La Pulga? ¿Mi novio es La Pulga? ¿Me enamoré de La Pulga? Yo soy bajito, casi enano y con un nulo talento para el deporte rey. ¿Si me gritan pulga por la calle, debo sonreir o sentirme humillado? Si usted fuera un ejecutivo bajito, veloz, activo y le llamaran La Pulga, ¿sería considerado un elogio en su empresa o en el mundo de los negocios? ¿Los respetarían sus empleados y su competencia? ¿El Arquitecto La Pulga o El Doctor La Pulga serían bien vistos? Imagínense que llamásemos La Pulga al Presidente, ¿cómo se vería?
En el fútbol de hoy todo es diferente. Al menos algo ha cambiado desde la irrupción del delantero argentino en el mundo del balompié: el apodo es sinónimo de destreza y talento enmarcado en ese ser humano que conduce el balón casi pegado a su pie izquierdo con inigualable habilidad y belleza. Ergo: esta es la mejor reivindicación de ese pequeño insecto sin alas, cuerpo diminuto, milimétrico parásito desagradable, cuya única razón para existir científicamente comprobada consiste puramente en chuparse la sangre de los demás. Sin dos opiniones al respecto, la existencia de la pulga sobre el Planeta Tierra no brinda ningún beneficio destacable e imprescindible al ecosistema (de hecho suelen provocar ronchas, alergias y transmitir enfermedades), salvo en pos de su propia supervivencia. Es más, cualquier enciclopedia básica sólo destaca que pueden saltar hasta 350 veces la extensión de su propio tamaño (Messi saltó la longitud de su tamaño en el gol de la final frente al Manchester y el Barca se llevó la Champions en la final de Roma…) y ningún otro aspecto positivo a recoger ni en su anatomía, ni es su vida de animalucho despreciado por todo el Reino Animal en masa. Incluso el refranero popular, siempre sabio, es particularmente cruel con las pulgas y las castiga sin piedad, aunque con ciertas incógnitas y contradicciones: cuando estás de mal humor se dice que tienes “malas pulgas” y cuando no tienes paciencia eres “una persona de pocas pulgas”. Una simple regla de opuestos nos llevarían a concluir, entonces, que un ser humano simpático debería cargar con “miles de pulgas” que lo hagan ver de esa forma y un tipo con toda la paciencia del mundo, con mucho aguante y tolerante, también tendría que ser un pulgoso fulgurante, y la sociedad lo aceptaría y celebraría como un ejemplo capital con todos y tantos parásitos a cuestas. Es difícil de creer. Otros refranes maliciosos: “Pulga flaca, hace mayor picada” o “La pulga tras la oreja, con el diablo se aconseja”. Definitivamente, los pobres parásitos milimétricos, inútiles y sanguinarios, están condenados al escarnio público incluso en la contradicción intrínseca que el saber popular conlleva. Servida la mesa de esta forma, a estos bicharracos casi invisibles, sólo les resta como consuelo -como a mí al verlo en un cancha de fútbol-: Lionel “La Pulga” Messi, su mesías. El apodo para el mejor del mundo cayó en su diminuto cuerpo de insecto. Las Pulgas, siempre despreciadas, ya tienen un motivo mayor y trascendental para darle sentido a su minúscula existencia en este Planeta