miércoles, 15 de junio de 2011

Previa a Peñarol-Santos, LA FINAL DE LAS CENIZAS

En la vida futbolera hay situaciones que por escasas son excepcionales y únicas, como una final de Copa Libertadores. Más aún en equipos como Peñarol, que si bien disputará su décima final demostrando su clase y presencia histórica referencial en este tipo de torneos, últimamente este hecho había adquirido una frecuencia, digamos, por demás espaciada: casi 25 años que no se alcanzaba una instancia de esta envergadura.
Era (es), por ende, una oportunidad preciosa para vivirla en vivo y en directo, en Montevideo y en el Estadio Centenario. Con anticipación y con la ayuda de mis amigos, conseguí las entradas, el hotel y, finalmente, los tickets de avión. El plan era perfecto: viajábamos con mi hijo de once años para rememorar, 29 años después, aquella noche en que mi padre y abuelo me llevaron a ver al Peñarol de Morena frente a Cobreloa desde la tribuna Amsterdam. Sin embargo, el destino, que rebota como una pelota caprichosa y no entra al arco, te hace autogoles, o te cobra un off side que nadie vio, nos jugó en contra. Porque aunque soplamos con todas nuestras mortales fuerzas, las cenizas del volcán Puyehue atacaron desde Chile y obstaculizaron el espacio aéreo argentino (¿la venganza de la Católica o de Velez ,tal vez?), contaminando el humilde y reducido espacio aéreo uruguayo por lo cual, con maletas ya embarcadas, habiendo cruzado incluso policía internacional, nos avisan que los partidos se celebran cuando pita el árbitro, no antes, y eso aún no había ocurrido. Vale decir: a minutos del despegue, la orden era que no nos permitían levantar vuelo hacia nuestra final soñada.
Como quien sale corriendo hacia el centro de la cancha cuando quedan algunos minutos de juego o mira hacia la tribuna para echarle la culpa a la FIFA, revisamos alternativas para nuestro escape hacia Montevideo: a Mendoza en avión y dese allá por tierra; desde Santiago por tierra como sea; cambiarnos de aerolíneas y subirnos con algunos pilotos kamikazes que no temen a volar con los motores semi-apagados colapsados por las cenizas; intentarlo con los últimos vuelos del día siguiente… Abatidos, revisamos cada media hora los pronósticos del tiempo que seguían siendo nefastos. Y en la noche, para colmo de signos adversos, una incipiente rubeola comienza a aflorar en el rostro de mi niño. No era nuestro viaje. Eso sí, como no podía ser de otra manera, ya con el parte médico de mi hijo indicando al menos algo de reposo y desaconsejando cualquier viaje, nos enteramos que los vuelos ahora sí se abrían !!! y que podíamos intentarlo por última vez. Era como un tiro libre frontal a 2 metros del área cuando las piernas ya no te responden. El cerebro y el corazón quieren, pero tu cuerpo no. Nosotros, como equipo, estábamos agotados. Demasiado desgaste nos pasó la cuenta. Pero no íbamos a bajar los brazos y queríamos salir de la cancha con la cabeza en alto. Entonces fue cuando pensamos que, por algún motivo desconocido, los dioses futboleros nos enviaban señales de que no teníamos que viajar. Que nuestros tickets esperarán y nuestras entradas serán revendidas. El Centenario, el viaje padre-hijo, será para otra vez.
Lo intentamos casi todo. De la rabia y la frustración por el viaje cancelado, a la impotencia por la enfermedad inoportuna que nos desechó toda posibilidad de un último intento romántico y desesperado de viaje sobre la hora del partido, dimos paso a la resignación rabiosa y a la espera, no sin un resabio de tristeza. Hasta hubiéramos deseado que los vuelos no se abrieran.

Ahora, a pocas horas del partido, sólo nos queda el consuelo de la cábala y de que gane nuestro equipo. Y en ese consuelo pensamos: probablemente Peñarol nos necesite como las últimas veces: colgados a internet y viéndolo desde Santiago. Y con un buen resultado aurinegro esta noche, nuestra tristeza de no haber podido estar saltando entre miles de hinchas energúmenos como nosotros, solo será una diminuta anécdota camino al olvido.